Le digo a Tomás que no sé, que no
entiendo, que ya no lo soporto más. Tomás se ríe de mí; según sus palabras,
exagero. Exagerar, yo; exagerar este ser que nada de esto pidió, que tiene la
maldición y nada puede hacer contra ella.
¿Sabés de qué hablo? A vos te pregunto,
ojos nocturnos, sensualidad ocular que acaricia estas letras. Llevo la
maldición, la llevo, está dentro de mí y la sobredosis es inminente, lo es,
porque todo cuanto me rodea me rebalsa. Quiero decirle que se vaya, que me
deje, que no me torture más, que no sujete así mi corazón, con furia, con
rencor, y no, ¡resulta que no! De nada sirve suplicar; la maldición, de
abrazarte, jamás te va a soltar. El ente maldito que me penetra en la oscuridad
me lo dice en susurros, entrando y saliendo de esto que queda de mí, la nada,
el todo. Bancátela, me dice el ente; bancátela, que si llevas adentro la
maldición es porque te elegí para que la llevaras. ¿Para qué?, pregunto
llorando, sumisa y patética, deshecha en sus brazos: ¿para qué me elegiste?
¿Con qué fin?
¿Por qué yo?
Tomás se ríe cuando tiro esa pregunta al
aire, cuando la lanzo sin más excedida de absurdos anhelos, una respuesta, algo
significativo de lo cual pueda alimentarme. Ay, Violeta, me dice tranquilo;
Violeta, te hacés demasiada malasangre. Es absurdo que te preguntes algo así,
como si estuvieras sola en el mundo, como si este mundo no fuera más que el
hábitat de Violeta. Me besa, me acaricia y finaliza: sos una gran mina, Viole;
dejá de pensar que el mundo entero conspira en tu contra.
¡Pero lo hace!, quiero decirle y me callo;
el mundo conspira en mi contra, Tomás. El ente me viola cada noche en ese
momento de paz que todos imploramos sentir al apoyar la cabeza en la almohada.
Aparece junto a mí, veo su sombra, percibo el frío que lo encierra cuando corre
las sábanas. Lo siento bajar mi ropa, subirla también, mientras me tumba boca
abajo y dice, y susurra: yo te elegí, Violeta; yo te elegí. Y lo sé, le digo
con lágrimas a Tomás, lágrimas que vierto en vano porque sólo risas provocan;
¡yo lo sé, Tomás! Lo sé porque lo siento cada mañana al enfrentarme a un nuevo
día, cuando veo tristeza ajena y la siento propia, cuando siento furia ajena y
la siento propia, cuando siento vacío y no encuentro motivos para llenarlo,
porque es tonto, porque es inútil, porque no encaja dentro de mí. Lo sé cuando
veo a las gentes del mundo y siento que unos son grises y otros, otros, son rojos.
Rojos, Tomás, le digo sin parar de llorar,
le digo sin decir; son rojos, como el ente, como la sangre eyectada que veo en
el espejo.
Son rojos y grises, son la vida y la
muerte. Y los percibo. Los siento sin desear sentirlos. Cada noche, agotada, el
ente me lo recuerda: yo te elegí, ves los hilos de sangre y vacío porque yo te
elegí.
Anoche soñé con él, con el ente. Estaba
dentro de mí, clavado a mi carne y a todo mi ser, y me decía en eróticos
susurros la respuesta a mis existenciales dilemas: en este mundo somos dos, los
grises, los rojos. Bien lo sabés, Violeta. ¿Y preguntás por qué? ¿Querés saber
por qué sentís más que el resto? Porque sin malditos no hay concepto, Violeta.
No, no lo hay. Sin malditos se pierde el significado de la vida, de la muerte,
de todo cuanto nos rodea. Sin malditos que perciban al mundo, sin seres rojos
que sangren sobre el gris, nadie sentiría nada.
El arte no existiría.
Llorando, le pregunté qué tenía que hacer
para no sentir más. ¡Porque no quiero, porque ya no puedo más! Al borde del
placer, aceleradas sus caderas así como su pulso, su respiración, su íntimo
palpitar, me dijo una sola cosa, esta misma que me hace entregar estas líneas
para los ojos ajenos, estos que espían mis perversos actos.
Me dijo que hiciera que me acariciaras.
Sí, vos, el que acaricia con las pupilas estas tonteras que vomito.
Escribí, me dijo el ente maldito; escribí
y sangrá tus visiones sobre el gris del mundo.
Sangrá, Violeta.
Sangrá.
Y sangré.
Y acá me tenés, sangrando. Si nadie
denunciara la sangre que cae del techo, ¿qué sería de nuestras vidas como entes
del mundo? Estaríamos ciegos y todo, en el entorno, sería gris. Gris, escala de
grises. Ni un rojo, ni una verdad, sobre la Tierra que llenamos.
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