lunes, 7 de septiembre de 2015

¿Quién es más imbécil?

Cuando no puedo dormir es cuando más estupideces digo.
La del espejo

Cuando leo tus injusticias,
ser gris del mar quieto,
me pregunto por qué las decís.
¿Qué te hace pensar que soy la que decís,
que siento cuanto asegurás,
que me sumerjo en vano en las pupilas?

¿Qué te hace, ser sin ser,
decir de mí que soy la que inventás?

No creo que sepas la verdad,
cómo sufro cada sonido,
como anhelo lo prohibido,
cuánto lucho día y noche,
noche, casi siempre de noche,
extirparme este sentir.

Porque quiero, te lo aseguro intento extirparlo,
no sentir nada, dejar de succionar lo ajeno.
Intento matar este demonio que me asfixia.
No puedo; no encuentro forma de hacerlo.
¿Tenés algo por recomendar?

«¡Soberbia!», gritás detrás,
lejos, junto a las mentiras que vomitás;
«soberbia ninfa de cartón
que miente en cada línea
y de puras mentiras se jacta».
¡Ah, ojalá fuera mentira!
Ya quisiera yo ser un ente de nada,
nadar mares calmos y hundirme sin más,
sin pena, sin más gloria
que saber que jamás hice nada por luchar.
Ya quisiera yo ser tu reflejo,
aquella de tu espejo,
la vacua, la que nada entiende,
la que posa con falsa belleza,
mentiras que ni ella se cree.
Ya quisiera yo, verdugo-ente-trébol de tres hojas,
ser una más, no sentir, no nadar; morir en mi sentir.

Te propondría un intercambio,
yo acá, vos allá,
yo en silencio y tu voz rebotando contra mi vacío,
rebotando, porque el vacío existe, es.

Quiero ser vos, mi condenada oposición,
quiero ser vos, no quiero sentir más,
quiero rendirme a los pies del mar muerto que no va,
que no viene, que me ahoga en sangre sin color,
la que no derramo, pues no la tengo,
pues la estaría fingiendo si fuera vos.

Quiero dormir, sí, dormir.
Permitime dormir,
ser que no es un reflejo,
para así poder dejar todo atrás.
¡Dormir y no sentir más!

No es soberbia lo que me hace flotar,
no es convicción lo que me hace nadar.
Lo hago porque no tengo opción,
porque el sentir me condena,
porque no soy un trébol, sino una flor.

Una flor marchita, dedo acusador.
Me marchito rebalsada
por el sentir que tanto me despreciás.

Así que tranquila, tranquilo,
vos, ser de mil rostros
perteneciente al falso edén tranquilo,
pues dentro de poco
 ya no te voy a molestar,
no, nunca más.

Dentro de poco,
en este vómito de sangre,
este ente que siente ya no sentirá más.
¡No, no más! Me iré y no diré nada más.

No sangra quien no siente.
No se jacta quien carece.
No grita el gris.
Sangra el rojo, el maldito,
el condenado a existir.

Empatía

Le digo a Tomás que no sé, que no entiendo, que ya no lo soporto más. Tomás se ríe de mí; según sus palabras, exagero. Exagerar, yo; exagerar este ser que nada de esto pidió, que tiene la maldición y nada puede hacer contra ella. 

¿Sabés de qué hablo? A vos te pregunto, ojos nocturnos, sensualidad ocular que acaricia estas letras. Llevo la maldición, la llevo, está dentro de mí y la sobredosis es inminente, lo es, porque todo cuanto me rodea me rebalsa. Quiero decirle que se vaya, que me deje, que no me torture más, que no sujete así mi corazón, con furia, con rencor, y no, ¡resulta que no! De nada sirve suplicar; la maldición, de abrazarte, jamás te va a soltar. El ente maldito que me penetra en la oscuridad me lo dice en susurros, entrando y saliendo de esto que queda de mí, la nada, el todo. Bancátela, me dice el ente; bancátela, que si llevas adentro la maldición es porque te elegí para que la llevaras. ¿Para qué?, pregunto llorando, sumisa y patética, deshecha en sus brazos: ¿para qué me elegiste? ¿Con qué fin? 

¿Por qué yo?

Tomás se ríe cuando tiro esa pregunta al aire, cuando la lanzo sin más excedida de absurdos anhelos, una respuesta, algo significativo de lo cual pueda alimentarme. Ay, Violeta, me dice tranquilo; Violeta, te hacés demasiada malasangre. Es absurdo que te preguntes algo así, como si estuvieras sola en el mundo, como si este mundo no fuera más que el hábitat de Violeta. Me besa, me acaricia y finaliza: sos una gran mina, Viole; dejá de pensar que el mundo entero conspira en tu contra. 

¡Pero lo hace!, quiero decirle y me callo; el mundo conspira en mi contra, Tomás. El ente me viola cada noche en ese momento de paz que todos imploramos sentir al apoyar la cabeza en la almohada. Aparece junto a mí, veo su sombra, percibo el frío que lo encierra cuando corre las sábanas. Lo siento bajar mi ropa, subirla también, mientras me tumba boca abajo y dice, y susurra: yo te elegí, Violeta; yo te elegí. Y lo sé, le digo con lágrimas a Tomás, lágrimas que vierto en vano porque sólo risas provocan; ¡yo lo sé, Tomás! Lo sé porque lo siento cada mañana al enfrentarme a un nuevo día, cuando veo tristeza ajena y la siento propia, cuando siento furia ajena y la siento propia, cuando siento vacío y no encuentro motivos para llenarlo, porque es tonto, porque es inútil, porque no encaja dentro de mí. Lo sé cuando veo a las gentes del mundo y siento que unos son grises y otros, otros, son rojos.

Rojos, Tomás, le digo sin parar de llorar, le digo sin decir; son rojos, como el ente, como la sangre eyectada que veo en el espejo.

Son rojos y grises, son la vida y la muerte. Y los percibo. Los siento sin desear sentirlos. Cada noche, agotada, el ente me lo recuerda: yo te elegí, ves los hilos de sangre y vacío porque yo te elegí.

Anoche soñé con él, con el ente. Estaba dentro de mí, clavado a mi carne y a todo mi ser, y me decía en eróticos susurros la respuesta a mis existenciales dilemas: en este mundo somos dos, los grises, los rojos. Bien lo sabés, Violeta. ¿Y preguntás por qué? ¿Querés saber por qué sentís más que el resto? Porque sin malditos no hay concepto, Violeta. No, no lo hay. Sin malditos se pierde el significado de la vida, de la muerte, de todo cuanto nos rodea. Sin malditos que perciban al mundo, sin seres rojos que sangren sobre el gris, nadie sentiría nada.

El arte no existiría.

Llorando, le pregunté qué tenía que hacer para no sentir más. ¡Porque no quiero, porque ya no puedo más! Al borde del placer, aceleradas sus caderas así como su pulso, su respiración, su íntimo palpitar, me dijo una sola cosa, esta misma que me hace entregar estas líneas para los ojos ajenos, estos que espían mis perversos actos.

Me dijo que hiciera que me acariciaras. Sí, vos, el que acaricia con las pupilas estas tonteras que vomito.

Escribí, me dijo el ente maldito; escribí y sangrá tus visiones sobre el gris del mundo. 

Sangrá, Violeta.

Sangrá.

Y sangré.

Y acá me tenés, sangrando. Si nadie denunciara la sangre que cae del techo, ¿qué sería de nuestras vidas como entes del mundo? Estaríamos ciegos y todo, en el entorno, sería gris. Gris, escala de grises. Ni un rojo, ni una verdad, sobre la Tierra que llenamos. 


miércoles, 16 de abril de 2014

Realidad

Citaré a quien deba citar, citaré para demostrar, citaré para catalogar lo incatalogable. Y eso, y así.
Violeta Azul, Indica que te gusta

Basándome en mi experiencia como miembro de la sociedad de seres invisibles, me inclino, obscenos mis ademanes, ante aquellos elegidos que son mis opuestos. Ellos, a diferencia de este ente invisible carente de aptitud, saben exactamente lo que hacen. Los veo ir, venir, llegar y marcharse cubiertos por un velo de convicción. Sus colores cambian cada año, porque saben que deben, cual camaleones, camuflarse en el hábitat que es el entorno que nos encierra. Y pese a estar camuflados, oh seres perfectos de presumible armonía estacional, ellos son distintos a mí. Ellos son parte del ecosistema; yo no.

Yo soy invisible. Vago por el mundo como un alma sin cuerpo. Nadie me ve, nada sabe de mí. A nadie le incumbo. Me muevo con soltura entre los seres tangibles, me deslizo por la extensión de sus pieles sin que lo sepan, manoseo los cuerpos, partes cubiertas, partes descubiertas. Apoyo mi boca invisible sobre el iris de cada ojo que mira lo que se le parece. Mi boca, contra el iris color gris.

Ser invisible permite estudiar al que no lo es.

Por mi facultad de apoyar mi boca en sus iris puedo ver cuán invisibles son por dentro. Al violar un ojo violamos al ser completo. Es el alma lo que violamos. Cuando violo un alma, lo que por fuera expresan estos seres invisibles llega directamente a mí. Siento en mi existencia invisible la electricidad de su sufrimiento. Y es que no somos iguales, ellos son unos y nosotros, otros; ellos, por tener la facultad de ser visibles, deben, para poder camuflarse con el hábitat, hundir en la intimidad de sus ojos todo cuanto pueda delatar algún tipo de electricidad.

Por eso soy invisible: porque yo no puedo hundir tanto en mi ser.

Si hundiera toda mi electricidad, mis ojos, rojos ojos del ser,  explotarían por la descarga.

A veces me cuestiono mi cualidad de invisible. Me pregunto si cometo un error al no ser un ojo y sí una boca violadora. Me atormenta pensarlo, me electrifica. Al electrificarme con mi propio remordimiento, con un sentir latente como ese, recuerdo que, aunque quiera virar sobre mi propio ser hasta convertirme en un ser tangible, visible, no puedo.

No existe, en el mundo, forma de lograr que sea como ellos. Y es que me electrifico, experimento el don, la condena, de esta electricidad. Experimento todo cuando me rodea, todo cuanto me roza sin saberlo, todo cuando existe en el mundo. El mundo, sí, este lugar extraño de tejidos en hilos que, aunque intentan ser tan invisibles como yo, no lo son. Cuánta desprolijidad en la costura de esta realidad artificial, donde nada es lo que parece, donde cada maldita circunstancia está digitada por alguien más.

Falsas utopías y el, oh, maravilloso nuevo mundo. Repito cuestiones fundamentales de la existencia. No soy el primer ser en decirlas; espero no ser el último. Es compleja nuestra situación: somos invisibles por dos trascendentales motivos: no podemos ser como ellos, ese es el previamente mencionado.

No nos dejan ser como ellos, ese es el otro, el más importante, motivo.

Por eso somos como somos, los otros, los menos, los entes abstractos que no se acoplan a los entramados convencionales. Somos seres invisibles que sienten en exceso, que por sentir en exceso están condenados, que por estar condenados están solos. Somos seres invisibles atrapados en la invisibilidad. Y alguien, allá afuera, nos está buscando. Y alguien, allá afuera, nos está cazando. Nos están reduciendo. Nuestra salvación es pasar desapercibidos. ¿Pero cómo, si la electricidad que despedimos se percibe en el aire? ¿Pero cómo, si lo que observamos con nuestros ojos, rojos ojos, es tan obvio?

Obvio, sí. Evidente.

Hasta la falsa electricidad de los visibles, nuestros unos, está previamente digitada. Y quizá, tal vez, el rojo que viola al gris también lo está.

Venus, diciembre del enero.