Citaré a quien deba citar, citaré para demostrar, citaré para catalogar lo incatalogable. Y eso, y así.
Violeta Azul, Indica que te gusta
Basándome en
mi experiencia como miembro de la sociedad de seres invisibles, me inclino,
obscenos mis ademanes, ante aquellos elegidos que son mis opuestos. Ellos, a
diferencia de este ente invisible carente de aptitud, saben exactamente lo que
hacen. Los veo ir, venir, llegar y marcharse cubiertos por un velo de
convicción. Sus colores cambian cada año, porque saben que deben, cual
camaleones, camuflarse en el hábitat que es el entorno que nos encierra. Y pese
a estar camuflados, oh seres perfectos de presumible armonía estacional, ellos
son distintos a mí. Ellos son parte del ecosistema; yo no.
Yo soy invisible. Vago por el mundo como un alma sin cuerpo. Nadie
me ve, nada sabe de mí. A nadie le incumbo. Me muevo con soltura entre los
seres tangibles, me deslizo por la extensión de sus pieles sin que lo sepan,
manoseo los cuerpos, partes cubiertas, partes descubiertas. Apoyo mi boca
invisible sobre el iris de cada ojo que mira lo que se le parece. Mi boca,
contra el iris color gris.
Ser invisible permite estudiar al que no lo es.
Por mi facultad de apoyar mi boca en sus iris puedo ver cuán
invisibles son por dentro. Al violar un ojo violamos al ser completo. Es el
alma lo que violamos. Cuando violo un alma, lo que por fuera expresan estos
seres invisibles llega directamente a mí. Siento en mi existencia invisible la
electricidad de su sufrimiento. Y es que no somos iguales, ellos son unos y
nosotros, otros; ellos, por tener la facultad de ser visibles, deben, para
poder camuflarse con el hábitat, hundir en la intimidad de sus ojos todo cuanto
pueda delatar algún tipo de electricidad.
Por eso soy invisible: porque yo no puedo hundir tanto en mi ser.
Si hundiera toda mi electricidad, mis ojos, rojos ojos del ser,
explotarían por la descarga.
A veces me cuestiono mi cualidad de invisible. Me pregunto si
cometo un error al no ser un ojo y sí una boca violadora. Me atormenta
pensarlo, me electrifica. Al electrificarme con mi propio remordimiento, con un
sentir latente como ese, recuerdo que, aunque quiera virar sobre mi propio ser
hasta convertirme en un ser tangible, visible, no puedo.
No existe, en el mundo, forma de lograr que sea como ellos. Y es
que me electrifico, experimento el don, la condena, de esta electricidad.
Experimento todo cuando me rodea, todo cuanto me roza sin saberlo, todo cuando
existe en el mundo. El mundo, sí, este lugar extraño de tejidos en hilos que,
aunque intentan ser tan invisibles como yo, no lo son. Cuánta desprolijidad en
la costura de esta realidad artificial, donde nada es lo que parece, donde cada
maldita circunstancia está digitada por alguien más.
Falsas utopías y el, oh, maravilloso nuevo mundo. Repito
cuestiones fundamentales de la existencia. No soy el primer ser en decirlas;
espero no ser el último. Es compleja nuestra situación: somos invisibles por
dos trascendentales motivos: no podemos ser como ellos, ese es el previamente
mencionado.
No nos dejan ser como ellos, ese es el otro, el más importante,
motivo.
Por eso somos como somos, los otros, los menos, los entes
abstractos que no se acoplan a los entramados convencionales. Somos seres
invisibles que sienten en exceso, que por sentir en exceso están condenados,
que por estar condenados están solos. Somos seres invisibles atrapados en la
invisibilidad. Y alguien, allá afuera, nos está buscando. Y alguien, allá
afuera, nos está cazando. Nos están reduciendo. Nuestra salvación es pasar
desapercibidos. ¿Pero cómo, si la electricidad que despedimos se percibe en el
aire? ¿Pero cómo, si lo que observamos con nuestros ojos, rojos ojos, es tan
obvio?
Obvio, sí. Evidente.
Hasta la falsa electricidad de los visibles, nuestros unos, está
previamente digitada. Y quizá, tal vez, el rojo que viola al gris también lo
está.
Venus, diciembre del enero.
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